Desde CARHUÉ, hicimos trasbordo al FCO porque estar en la zona y no conocer las ruinas de Villa Lago Epecuén era sacrílego. Cambio de vías y tomamos el camino al pueblo fantasma a 12 km de allí.
Por supuesto pasamos por la estación ferroviaria, LAGO EPECUÉN (#14) ahora remodelada para ser una suerte de museo del desastre que llevó a la desaparición de la ciudad. Ahí me enteré, leyendo los afiches, que el fundador del emprendimiento turístico fue un tal Arturo Vatteone, que antes fue intendente de la ciudad donde vivo, Florencio Varela y que además también le dio el nombre al barrio donde vivo: Villa Vatteone. No lo sabía.
Luego fuimos a ver las ruinas de Villa Epecuén. Es muy difícil expresar con palabras lo que se ve allí. Uno piensa inmediatamente en una guerra, en lo que queda después de un bombardeo. Sin embargo un bombardeo no puede ser tan prolijo: todo, absolutamente todo está afectado y derrumbado sobre si mismo, como si no hubiera habido deflagración, excepto las calles de hormigón, que están impecables.
Y así fue: el agua salobre lentamente socavó cimientos, oxidó hierros, desgranó mamposterías, mató la vegetación. Como siempre, alguna edificación en avanzadas ruinas intenta resistir, pero es cuestión de tiempo, sólo lo hace para confirmar la regla.
Pocos epígrafes porque hay poco para decir...
Trepando a lo que fue uno de los hoteles más grandes, MONTE REAL, que tenía tres pisos, se toma real conciencia del desastre en forma brutal: calculo que más de diez manzanas a la redonda están en el estado descripto por haber estado sumergidas entre cero y 10 metros de agua salada. El baño termal, que tantos beneficios pregonaba y que fue el motor del balneario, fue mortal. No sé si las fotos pueden mostrar cabalmente lo que acabo de contar.
Encontramos a Don Pablo Novak, el único habitante del pueblo, que con sus jóvenes 81 años aún recorre las calles con su bicicleta contando una y otra vez a los turistas lo que ocurrió y su curiosa historia de haber perdido todo por la inundación, decidiendo que nunca se iría de aquí, como ocurrió con la mayoría de los pobladores que se fueron Carhué. Una verdadera leyenda viviente.
Pese a que el atardecer estaba cerca no quisimos quedarnos allí, porque nos invadió una tristeza que no valía la pena profundizar y volvimos a nuestro ferrocarril original, el FCS, con la idea de acampar cerca la estación Vatteone, ya que de un viaje anterior, conocía a su morador y estimaba que podría ser un buen lugar. Por el camino pudimos apreciar los efectos de la inundación salina sobre las normalmente indestructibles ramales ferroviarios de diseño inglés.
A Vatteone fuimos pero no encontramos a nadie. Para no incomodar, avisamos a un vecino de nuestra presencia y nos dirigimos al fortín abandonado, que parecía un buen lugar, lejos de miradas indiscretas. Al día siguiente pasaríamos a visitar a mi amigo Don Parajón.
La elección estuvo genial: encontramos un sitio entre los tamariscos que encubren al fortín con leña, al abrigo del viento, con una amplia visión del lago Epecuén y las luces de la ciudad de Carhué a la distancia donde armamos nuestras carpas y donde cociné mi clásico pollo al disco pero con sidra en lugar de cerveza: una nueva delicia !!!!!!!!!!!!!!!!
Entre la sidra del pollo, un buen vinito y el cansancio del día, no tardamos en irnos a dormir y descansar para continuar al día siguiente.